Sorprendido ante el efecto devastador
de los arrebatos emocionales y
consciente, al mismo tiempo, de
que los tests de coeficiente intelectual
no arrojaban excesiva luz sobre
el desempeño de una persona en sus
actividades académicas, profesionales
o personales, Goleman ha
intentado desentrañar qué factores
determinan las marcadas diferencias
que existen, por ejemplo,
entre un trabajador “estrella” y
cualquier otro ubicado en un punto
medio, o entre un psicópata asocial
y un líder carismático.
Su tesis defiende que, con mucha
frecuencia, la diferencia radica en
ese conjunto de habilidades que ha
llamado “inteligencia emocional”,
entre las que destacan el autocontrol,
el entusiasmo, la empatía, la
perseverancia y la capacidad para
motivarse a uno mismo. Si bien una
parte de estas habilidades pueden
venir configuradas en nuestro equipaje
genético, y otras tantas se moldean
durante los primeros años de
vida, la evidencia respaldada por
abundantes investigaciones demuestra
que las habilidades emocionales
son susceptibles de aprenderse y
perfeccionarse a lo largo de la vida,
si para ello se utilizan los métodos adecuados.